martes, 7 de abril de 2009

Tabaquería

No soy nada.

Nunca seré nada.

No puedo querer ser nada.

Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.


Ventanas de mi cuarto,

de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe cuál es

(y si supiesen cuál es, ¿qué sabrían?),

dan al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,

a una calle inaccesible a todos los pensamientos,

real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,

con el misterio de las cosas por debajo de las piedras y los seres,

con la muerte humedeciendo las paredes y blanqueando los cabellos de los hombres,

con el Destino conduciendo la carroza de todo por el camino de nada.


Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.

Hoy estoy lúcido, como si fuese a morir,

y no tuviese más hermandad con las cosas

que una despedida, convirtiéndose en esta casa y este lado de la calle

en la hilera de vagones de un tren, y un silbido de partida

dentro de mi cabeza,

y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos al partir.


Hoy me siento perplejo, como quien pensó y halló y olvidó.

Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo

a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,

y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.


Fracasé en todo.

Como nunca tuve un propósito tal vez todo no fuese nada.

De cuanto me enseñaron,

me escapé por la ventana de atrás de la casa.

Me fui al campo con grandes propósitos.

Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,

y cuando había gente era igual que la otra.

Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué habré de pensar?

¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?

¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!

¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!

¿Genio? En este momento

cien mil cerebros se conciben en sueños genios como yo,

y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,

ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.

No, no creo en mí.

¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas certezas!

Yo, que no estoy seguro de nada, ¿soy más o menos cuerdo?

No, ni en mí...

¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo

no hay en esta hora genios-para-sí-mismos soñando?

¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas

-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,

y hasta realizables,

no verán nunca la luz del sol real ni encontrarán quien las escuche?

El mundo es de quien nace para conquistarlo

y no de quien sueña conquistarlo, aunque tenga razón.

Soñé más que Napoleón.

Estreché contra mi pecho hipotético más humanidades que Cristo,

concebí en secreto filosofías que ningún Kant escribió.

Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,

aunque no viva en ella;

seré siempre el que no nació para eso;

seré siempre sólo el que tenía condiciones;

seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta

y cantó la canción del Infinito en un gallinero,

y oyó la voz de Dios en un pozo ciego.

¿Creer en mí? No, ni en nada.

Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente

su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,

y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.

Esclavos cardíacos de las estrellas,

conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;

pero nos despertamos y el mundo es opaco,

nos levantamos y el mundo es ajeno,

salimos de casa y el mundo es la tierra entera,

y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.


(¡Come chocolates, pequeña,

come chocolates!

Mira que no hay más metafísica en el mundo que los chocolates.

Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.

¡Come, pequeña sucia, come!

¡Ojalá comiese yo chocolates con la misma verdad con que tú los comes!

Pero yo pienso, y al quitarles el papel de plata, que es de hoja de estaño,

echo todo a perder, así como eché mi vida.)


Al menos queda la amargura de lo que nunca seré

la caligrafía rápida de estos versos,

pórtico hendido hacia lo Imposible.

Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,

noble, al menos, en el gesto amplio con que arrojo

la ropa sucia que soy, sin orden, para el transcurrir de las cosas,

y me quedo en casa sin camisa.


(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,

o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,

o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,

o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,

o marquesa del siglo dieciocho, escotada y distante,

o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,

o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,

todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!

Mi corazón es un balde vaciado.

Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco

a mí mismo y no encuentro nada.

Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,

veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,

veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,

veo a los perros que también existen,

y todo esto me pesa como una condena al destierro,

y todo esto es extranjero, como todo.)


Viví, estudié, amé, y hasta creí,

y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.

Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,

y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído

(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);

tal vez hayas existido apenas, como un lagarto al que cortan la cola

y que es cola más allá del lagarto, retorcidamente.


Hice de mí lo que no supe,

y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.

El disfraz que me puse no era mío.

Me tomaron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.

Cuando quise quitarme la careta,

la tenía pegada a la cara.

Cuando me la arranqué y me miré en el espejo,

ya había envejecido.

Estaba borracho, no sabía llevar el disfraz que no me había quitado.

Arrojé la careta y me dormí en el guardarropa

como un perro tolerado por la gerencia

por ser inofensivo.

Y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.


Esencia musical de mis versos inútiles,

ojalá pudiera encontrarme como algo hecho por mí,

y no terminar siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente,

pisoteando la conciencia de existir

como una alfombra en la que tropieza un borracho

o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.


Pero el Dueño de la Tabaquería ha asomado por la puerta y se quedó en la puerta.

Le miro molesto por tener que torcer la cabeza,

e incómodo por el alma que no entiende.

Morirá él y moriré yo.

Él dejará el letrero y yo dejaré versos.

A cierta altura morirá también el letrero, y los versos también.

Después de un tiempo morirá la calle donde estuvo el letrero,

y la lengua en que fueron escritos los versos.

Morirá después el planeta giratorio en donde todo eso ocurrió.

En otros satélites de otros sistemas seres parecidos a nosotros

continuarán haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas como letreros.

Siempre una cosa enfrente de la otra.

Siempre una cosa tan inútil como la otra.

Siempre lo imposible tan estúpido como lo real.

Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño del misterio de la superficie.

Siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.


Pero un hombre ha entrado en la Tabaquería (¿a comprar tabaco?),

y la realidad plausible cae de repente sobre mí.

Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,

y voy a tratar de escribir estos versos en que digo lo contrario.

Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos

y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.

Sigo al humo como a una ruta propia,

y gozo, en un momento sensitivo y competente,

la liberación de todas las especulaciones

y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de estar indispuesto.


Después me reclino en la silla

y continúo fumando.

Mientras el Destino me lo conceda seguiré fumando.


(Si yo me casara con la hija de mi lavandera

tal vez sería feliz.)

Visto esto, me levanto de la silla. Voy hasta la ventana.


El hombre ha salido de la Tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).

Ah, le conozco: es Esteves, sin metafísica.

(el Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta.)

Como por una inspiración divina, Esteves se volvió y me ha visto.

Me dijo adiós con un gesto, y le grité ¡Adiós, Esteves!, y el Universo

se me reconstruyó sin ideales ni esperanza, y el Dueño de la Tabaquería se sonrió.


LISBOA, 15 de Enero de 1928

de Fernando Pessoa,

como Álvaro de Campos (seudónimo)

1 comentario:

marian dijo...

Larita, un slaudito.

Marianito.

=)